14.9.07

Hegemonía inmobiliaria y perdida de urbanidad

Titulo:
Agentes sociales y tendencias urbanísticas: hegemonía inmobiliaria y pérdida de urbanidad



Un cambio radical de la cultura urbanística

No es posible una deriva urbanistica como la que se esta instalando sin la complicidad de una superestructura ideológica ampliamente compartida. En estos momentos el discurso sobre la ciudad es una espesa nebulosa de conceptos en la que el objeto, los objetivos, los agentes y los instrumentos se confunden para contribuir a legitimar un amplio abanico de prácticas inmobiliarias que se han convertido en hegemónicas.
Para ocultar la verdadera naturaleza de esas prácticas cada vez más alejadas de las necesidades sociales reales, de los verdaderos objetivos cívicos, o de las exigencias de la sostenibilidad que perfilan el teatro urbano del siglo XXI, se ha elaborado una cultura urbanística que ha desplazado su centro de interés desde la vida cívica y la ciudad entendida como su dimensión material histórica y como construcción colectiva, hacia los mecanismos de producción del espacio construido por los agentes privados. Ni siquiera se incluye entre sus objetivos hacer de la ciudad un eficiente ingenio productivo, sino un controlador de lo que fluye aguas abajo de esos procesos de producción. Por lo que a los instrumentos se refiere, se ha sustituido el Plan como proyecto social de convivencia y de vida cívica, como lugar para el consenso entre los diversos agentes, por la gestión del suelo, con el pretexto de sustraerlo a los avatares sesgados del mercado, o por gestos puntuales de carácter emblemático, es decir, publicitario, destinados a dar prestigio al grupo hegemónico que gobierna la ciudad. Desregulación de la producción de suelo y arquitectura de autor para ciertas piezas de propaganda asociadas al operativo inmobiliario son los dos pilares de esta nueva cultura.
Este desplazamiento ideológico ya ha sido introducido en las instituciones que gobiernan el territorio y la ciudad, y forma parte de los mecanismos que regulan su construcción tanto en el nivel estatal como en el nivel local, donde las diversas comunidades ya han adecuado en mayor o menor grado sus legislaciones urbanísticas a esta exigencia.
De una forma esquemática, puede decirse que la cultura urbanística lejos de indagar qué clase de ciudad y de vida ciudadana podría corresponder a nuestro actual estado de civilización y a nuestros compromisos con el mundo físico y los demás pueblos del planeta, y buscar la manera de convertirla en un proyecto de amplio espectro social, se centra en liberar al agente urbanizador (entronizado ya con nombre propio en nuestro sistema regulador) de las trabas históricas que suponían los propietarios del suelo y los Planes, con el pretexto de que sólo así se facilitaría la suficiente producción del suelo que pudiera abaratar el precio final de la vivienda, como producto inmobiliario fundamental de referencia; como si les interesara verdaderamente bajar el precio de la vivienda.
Esta versión mercantilista del enfrentamiento que desde el novecientos oponía la renta de la tierra al desarrollo urbano y que se ha venido a ampliar ya a finales del siglo XX mediante la inclusión de la propia planificación urbana en la lista de los `enemigos del progreso', cuenta con una aceptación muy amplia entre los diversos actores sociales que sorprende y que se corresponde mal con su vulgaridad teórica y su sistemática incapacidad para explicar los procesos en curso.
En el fondo se ha exagerado intencionadamente cierto sentimiento fatalista respecto a las leyes del mercado que dominan el despliegue en el universo local y respecto a las estructuras económicas que asignan el papel de la ciudad y sus territorios en el teatro internacional, reduciendo los gestos de autonomía de la sociedad ciudadana a eliminar barreras a ese despliegue y a buscar una mejor suerte en el reparto con ceremonias propiciatorias: infraestructuras de última generación y arquitecturas de excelencia. Parece que los equilibrios sociales y la dimensión ecológica de la forma de vida y del funcionamiento de la ciudad no son valores que se coticen en esa bolsa internacional de la competitividad urbana; tampoco buscar un espacio productivo eficiente y sostenible con opciones de trabajo alternativas en un escenario que cada vez se aleja más del pleno empleo fordista.
Las viejas alianzas locales para el crecimiento que con mayor o menor participación de los ciudadanos y del poder público habían dirigido, con fortuna diversa pero con modelos precisos, la construcción del universo urbano desde mediados de los 50 hasta los años 70, se han visto muy simplificadas en su composición hasta no quedar más que un apretado núcleo hegemónico formado por la alianza de algunos agentes financieros con la promoción inmobiliaria y las empresas de construcción, de manera que se confunden con frecuencia sus funciones y sus intereses.
De esta nueva hegemonía han sido excluidos los patronos de la industrialización fordista (con la excepción del sector de la energía que aumenta su poder en un mundo cada vez más dilapidador), entre otras cosas porque ese cuerpo productivo es quizá el que mayores transformaciones ha sufrido. Las fragmentaciones de los procesos de producción y su redimensionamiento geográfico han perdido su base local e incluso nacional y con ella los intereses en el gobierno de la ciudad y sus territorios urbanizados, que ahora pasan a los agentes dedicados a la distribución y al control de los procesos aguas abajo de la producción, es decir, la comercialización y el sector logístico.
Con estos agentes también realiza alianzas estratégicas el sector financiero y el inmobiliario: así se entiende, por ejemplo, el proyecto del futuro complejo aeroportuario de Madrid y toda una serie de promociones de paquetes de urbanización en los que siempre se incluye, infraestructuras de transporte, un buen número de viviendas, un gran centro comercial y una instalación múltiple de ocio, o sea, un conglomerado estereotipado que permite hablar de `apuestas culturales' en la sociedad del ocio y situarlas en cualquier punto del territorio de forma absolutamente dispersa. En cierto modo, el otro grupo en ascenso, que es el de las comunicaciones y los media, se vincula con esta explosión cultural y encuentra su mejor campo de crecimiento en el modelo disperso de urbanización.
También se ven reforzadas las actividades de gestión y dirección de ese nuevo cuerpo productivo internacional que presionan sobre el espacio central (direccional) de las ciudades generando algunas expectativas inmobiliarias que dependen de la posición que vaya ocupando la ciudad en la cadena de control planetario.
El viejo poder público de la ciudad emanado del sufragio colectivo pero constituido por elementos del bloque local, aparte de garantizar el libre despliegue de las estrategias de estos agentes, eliminando cualquier obstáculo a su paso y contribuyendo desde su control de las infraestructuras a crear nuevas oportunidades, se limita a gestionar con muchas dificultades los conflictos que se deducen de estas prácticas distorsionadas, sobre todo en el terreno social, ya que, aparte de las pérdidas de empleo, se han producido importantes transformaciones en su estructura que no han sido seguidas con la misma rapidez por la recualificación de la masa trabajadora: una disminución de efectivos en los segmentos más descualificados de la producción fabril propiamente dicha y un aumento en los vinculados al diseño, dirección, control y comercialización, con la aparición de nuevas castas de ejecutivos con misiones de enlace internacional, que se han convertido en aliados incondicionales del grupo hegemónico. Con esta nueva disposición se han separado aún más los extremos de la jerarquía social y se ha propiciado la aparición de un universo subestándar del que tratan de escapar los grupos marginalizados, pero en el que quedan atrapados los inmigrantes cada vez más numerosos.
Este desplazamiento ha generado una nueva cultura de la centralidad, asociada a las nuevas tecnologías que contrasta con el viejo escenario de la industrialización periférica que se creó durante los años 60 y 70 y que legitima una recualificación general del territorio metropolitano que, según se asegura, sólo puede venir de la mano de los agentes económicos actuando sin trabas de planeamiento.
Aparte de estas transformaciones relacionadas con las actividades económicas y su espacio histórico hay otro aspecto fundamental de la economía que tiene que ver con la creación y acumulación de la riqueza, y que se vincula indisolublemente con la actividad inmobiliaria hipertrofiada de la que se habla más arriba. En efecto, a esta `tecnificación' del espacio de las actividades económicas se vienen a sumar los procesos de transformación, y a veces de reclasificación y reorganización, del espacio social consolidado que se dota de nuevos y más eficaces mecanismos de segregación. El tipo de ciudad resultante es cada vez menos un centro productor de bienes y más un lugar privilegiado de consumo y acumulación de riqueza producida dentro pero, sobre todo, fuera de su entorno regional o nacional. Esa acumulación ha venido adoptando cada vez más una forma inmobiliaria o de infraestructuras frente a otras modalidades de capital productivo. Su efecto sobre el territorio es devastador.
A la tradicional acumulación de rentas de capital que alimenta los nuevos sectores emergentes, se suma ahora de una manera masiva y sin precedentes en la historia la acumulación de rentas familiares, que en parte se desvía hacia la constitución de rentas de capital, pero que en gran medida (puede decirse que más de un tercio de las rentas totales) se constituye en capital inmobiliario. Ese capital inmobiliario se corresponde con un espacio social diferenciado y segregado que ha conocido algunas remodelaciones recientemente y que alimenta también la máquina inmobiliaria. En realidad ese espacio social cuya dimensión económica es su campo de rentas o de precios, se viene manteniendo en crecimiento puesto que de un fenómeno de acumulación se trata, alimentando desde hace tiempo el alza de la vivienda y constituyendo la mejor garantía (garantía hipotecaria entre otras) de su conservación.
Su remodelación y su crecimiento han terminado por adoptar formas de ocupación dispersas del territorio que se ven favorecidas por la nueva legislación urbanística y los agentes urbanizadores ya que facilitan la creación de espacios segregados.
Este puede ser, brevemente descrito, un escenario general de la evolución sufrida por las ciudades españolas, aunque en cada caso ha podido adoptar configuraciones diversas según el peso de los diferentes agentes y sus estrategias.



Autor: Fernando Roch
Doctor arquitecto y catedratico de urbanismo de la E.T.S.A.M.

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